Antonio es un tipo que se ha creído la historia. Es un producto que se empezó a crear durante el franquismo, cuando los tipos que nos gobernaban – por llamarlos de algún modo – decidieron que lo mejor para tenernos controlados era hacernos propietarios. Y nosotros nos metimos en ello de cabeza. Encantados. La propiedad de las cosas sería el reflejo de nuestro progreso. Como cuando Antonio fue capaz de comprarse el seiscientos. Después de dos meses de espera, el día de la entrega lo vio bajar por una rampa, con sus líneas suaves y el color azul celeste. Y se le caían las lágrimas. Era su sueño.
Antonio se ha tirado toda la vida trabajando y se ha privado de muchas cosas. Eran “lujos innecesarios”. Finalmente consiguió no solo el seiscientos, sino la casa en la que vivía. Es más, ahorrando poco a poco como una hormiguita, compró un piso en el portal de al lado. Sería su inversión (“el ladrillo nunca baja”) y el día de mañana se lo dejaría a sus hijos, que a diferencia de Marisa y él, han estudiado mal que bien, yendo incluso alguno a la universidad.
El piso del portal de al lado se lo alquiló a una familia de ecuatorianos. Ha sido una inversión redonda. De hecho, le dieron ganas de meterse en un tercer piso (y una tercera hipoteca), pero tuvo que dejarlo para más adelante, porque por aquel entonces tuvo que empezar a ayudar a su hijo mayor, que se quedó sin trabajo en un ERE y con su edad es muy difícil que encuentre algo decente. Entre tanto, Antonio ha cambiado de coche varias veces, cada uno un poco más grande que el anterior, y que guarda ahora en un garaje. Y en su día compró 90 acciones de Telefónica y 25 de Repsol que han ido subiendo constantemente.
Una pena cuando la segunda familia de ecuatorianos a la que alquiló el piso se marchó a su país. Tenía la sospecha de que realquilaban dos de las habitaciones, pero mientras que pagaran la renta y no dieran demasiados problemas eso a él le daba igual. Ahora el piso está vacío porque es muy difícil alquilarlo. Eso sí, prefiere tenerlo mirando que malvenderlo o “meter a cualquiera”. A ver si termina esta maldita crisis y todo vuelve a ser como antes.
Antonio mira con abierta hostilidad a la familia (no sabe ni cómo se llaman) que ha ocupado el piso del primero. Parece ser que les habían desahuciado de una casa que no pudieron pagar. También desconfía enormemente de los vecinos que llevan ya cuatro años dando la murga en la plaza todos los domingos y que encima terminaron por meterse en el antiguo economato del barrio, donde hacen fiestas y reuniones. Y no le gusta un pelo el huerto que han montado en el solar de la esquina, ni que llenen todo de carteles con convocatorias de manifestaciones. Es una vergüenza que se apropien de lo que no es suyo.
Hace unos días le vino un grupo de okupas a pedirle el piso vacío. Le proponían que se lo dejara y a cambio decían que lo cuidarían y se harían cargo de la comunidad hasta que él lo alquilara o vendiera. No daba crédito; “¿qué se ha creído esta gente?” Si quieren algo que trabajen duro como Marisa y él han hecho toda la vida. “Sólo hay una forma tener algo en esta vida: trabajar, trabajar y trabajar”. Pero le da miedo que se metan mientras están de vacaciones en el pueblo, así que ha encargado poner rejas en las ventanas y un buen cerrojo en la puerta. Lo malo es que desde entonces no puede dormir.
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Como puedes imaginar, Antonio es tu vecino del tercero, es tu madre, eres tú. Antonio somos todas. Y su sentido de la propiedad es el principal impedimento para que salte por los aires todo el tinglado en el que nos han metido.
(ver todas las entradas del Diccionario de las Periferias)
(ver todas las entradas relacionadas con vivienda)
(ver crónica del encuentro “Sobre las casas sin gente y la gente sin casa!”)