Imaginemos, por un momento, una jornada de julio o agosto cayendo a plomo en la ciudad. Bajo el tórrido sol de las últimas horas de la tarde, en el extrarradio, un grupo de chicos se dirigen a las instalaciones de las piscinas municipales. Hace un rato que han cerrado y el agua está quieta. Se cuelan. Siempre hay un resquicio en algún punto de la valla por donde pasar y, con más parsimon-*ia o fugacidad darse un último baño refrescante, al que hay que añadir las sensaciones que aporta el peligro, la piscina para ellos solos, las risas y, si se tercia, la fuga apresurada.
Esas piscinas municipales, que hace 30 años fueron el lugar de encuentro del barrio, con interminables jornadas de tueste al sol, carreras, juegos de cartas, bocatas en medio de un bullicio permanente que sólo se notaba al regresar a casa. Espacio de juego, exhibición corporal; allá al fondo un loro con los Maiden, quizá Obús y desde luego Los Chichos; recuerdo ver a un tipo con un tatuaje de mortadelo y filemón en toda la espalda. Daba tiempo para mucho. Unas madres cuidaban a hijos de otras. Por megafonía llaman a los padres de un niño que se ha extraviado, mientras, queda aún tiempo para otro chapuzón antes de que cierren. A veces te robaban. Luego, la calle se llena de una procesión de sillas, neveras, bermudas, gorras y chanclas, ojos hinchados por el cloro. La piscina municipal se erigió en isla de encuentro y esparcimiento en medio de barrios -algunos- aún sin terminar. No sólo era el agua, era también la sensación de unas instalaciones terminadas, con vestuarios, duchas, caminitos y jardines, cafetería y cursillos de natación a las ocho de la mañana. Aluche, Orcasitas, El Tostadero, Moratalaz.
Por entonces, sólo unos pocos bloques tenían piscina privada y siempre en otros barrios que nos quedaban muy lejos, que nos parecían inalcanzables. Si cerca de tu barrio había una municipal, estabas de suerte.
Los sueños de grandeza, cuando son inalcanzables, no molestan mucho ni incomodan la convivencia. No quitan el sueño. Pero allá por la segunda mitad de los años 90 muchas familias obreras empezaron a soñar como burgueses y nos parecía que era posible habitar esas nuevas casas, cerradas hacia adentro, con sus piscinas privadas de uso exclusivo para la comunidad. Por esos años, junto a los de siempre, a los comunes, las gentes de la inmigración exterior hacen su vida en la calle, en los parques y zonas de esparcimiento. También en las piscinas municipales, donde se repiten algunos patrones y aportan otros nuevos. Las piscinas son lugar de veraneo de familias enteras, de encuentro con vecinos y compatriotas, de largas jornadas que incluyen almuerzo, aperitivo, comida, merienda. Juegos, bullicio y música. En todo caso, se mantiene el salto a bomba y los planchazos previos a conseguir tirarse bien de cabeza. Quizá nuevos tatuajes en la exhibición de los cuerpos. Alguna queja, barrigas coloradas y la llamada de atención de los socorristas.
En la lógica de la carrera por la distinción, algunos de los antiguos usuarios miran por encima del hombro a estos recién llegados, empleando múltiples elementos despectivos y distanciadores que irán desde el “sudaca” a los “panchitos”. Juegos de diferenciación social en medio de unos años donde se reformulan definitivamente los accesos a los bienes de consumo de ocio, ropa y, como no, la vivienda, que ahora viene anunciada con zonas ajardinadas privadas, terrazas, portero. Y piscina.
Para muchos que abandonan la piscina municipal, tener una privada en tu bloque es una marca más de tu triunfo como currante esforzado, al que nuevas caras y tonos de piel, nuevos acentos le convencerán de que las cosas “no son como antes”. Los miedos y las sospechas, paradójicamente, se multiplican en el barrio, que ofrece ahora una mayor complejidad étnica. Junto a la calle, muchos espacios públicos comunes, de encuentro, quedarán relegados a favor de esos nuevos territorios y rincones vigilados. Los espacios privados aportan esa ficticia seguridad para el peligro ficticio. Tu piscina, tu pista deportiva, tu zona ajardinada, tus columpios. Desde los márgenes de la piscina, te relacionarás con la gente de tu bloque y todos desarrollaréis una destreza especial para detectar inmediatamente a los extraños. Discutiréis, en interminables reuniones de vecinos, acerca de cuánta gente se puede invitar, que el agua está sucia o a qué empresa de mantenimiento se contrata. A alguno se le ocurre que la comunidad distribuya unas pulseras especiales que identifiquen a los vecinos y limiten el número de acoplados. Muchos ojos vigilantes estarán pendientes de que nadie se cuele. Cierto es que ya no te pasará como antaño, cuando más de un día desapareció alguna toalla y chanclas del lugar donde os instalabais en la municipal. Y, en todo caso, seguirán las bombas y los planchazos.
Mientras, afuera, en pleno mes de julio o agosto, el sol cae a plomo una tarde cualquiera en el extrarradio, igual que ayer, como hace treinta años. Las piscinas municipales no han resistido bien los recortes y las políticas de abandono: cubetas cubiertas de tierra, zonas y vestuarios cerrados. Gestión externalizada. Y a pesar de todo, siguen las riadas de familias en busca del oasis desde la mañana hasta apurar las últimas llamadas por megafonía para el cierre.
En otro rincón del barrio, grupos de chicos, en la calle, hacen la ronda por las urbas, para colarse en alguna piscina, ya con el bañador puesto, las chanclas y las toallas al hombro.
(ver todas las entradas del Diccionario de las Periferias)
(ver todas las entradas relacionadas con vivienda)
(ver crónica del encuentro “Sobre las casas sin gente y la gente sin casa!”)