Bebemos, fumamos y nos colocamos. Tenemos plena libertad. Lo que falta es un buen bidón de aire puro y natural y de cerveza, de tocino y de salchichón; leña seca y carbón, una menda y un colchón. Es una mierda este Madrid, que ni las ratas pueden vivir.
Madrid. Años 80. Mala vida, buena gente y poco más. El rock urbano se abre paso en los barrios de la periferia donde se grita, a ritmo de acordes rasgados, contra la injusticia social. Carabanchel también tuvo su banda, en este caso, con nombre masculino singular. Voz desgarrada y furiosa, entrecana melena y perfil imposible. Pitillo y botellín de Mahou a cualquier hora del día, refugiando su perpetua timidez bajo sus míticas gafas de sol. Vaqueros, camiseta y cuero, mucho cuero. Madrileño y carabanchelero, para más señas. Rosendo Mercado siempre ha peleado por revalorizar el barrio, su barrio. Ese que luce con orgullo como escenario de cada entrevista, sacando pecho en sus conciertos y riéndose de cuantas imágenes miserabilistas de él se pinten: «No pienses que estoy muy triste, si no me ves sonreír, es simplemente despiste, maneras de vivir. Invitó a los niños pijos que pasan a sueldo fijo a quitarse la venda y pasearse por la orilla equivocada del Manzanares. A esos que, provocando desprecio y reacción, lucen su condición, líderes del diseño novedad… pues son la musa que inspira la ambición». Su concierto fue el último acto en una cárcel cuyas heridas abiertas aún remueven al barrio. Patriarca del rock y genuino hasta en el porte. Náufrago, noctámbulo y crápula por excelencia, si dedicamos una entrada a su figura en este diccionario, no es solo por lo que nos ha hecho vibrar con sus canciones (que por supuesto), sino, sobre todo, porque Rosendo nos sirve como excusa para retratar a un personaje que habita los bares y las noches de Carabanchel. Nos referimos a esos trasnochadores de risa sonora y cerveza en mano, que han optado por desafiar la desigualdad social que atraviesa sus barrios saliéndose continuamente del tablero de juego en el que les ha tocado disputar la partida.
«Sin nada que perder, para mal o para bien», huyendo lo más posible del trabajo asalariado y de todo lo que suene a explotación. Rebeldes con causa y «locos por incordiar», trayectorias que se salen por la tangente, «siendo un poco impertinentes y cayendo un poco mal», para reírse del mundo como modo de rechazo del orden social. Vidas sin ataduras, que vuelan «por encima de la realidad, donde todo sobra y no se necesita más que ser el dueño sin mirar atrás. Sin condiciones a su libertad, haciendo cuanto se quiere con facilidad y sin saberse callar». Las letras de Rosendo se pueblan de esas estampas. El enemigo que dispara pan de higo, navegando contracorriente desde la ironía y el descaro. Atrapado entre bloques de hormigón pero luchando por demostrar que en la vida, «ni se paga con dinero, si se vende libertad». Una «manera de vivir» barriobajera hasta las trancas, que destila rabia y genialidad y que tantas veces ha reivindicado en la que fuera su canción más vitoreada.
Voy aprendiendo el oficio / olvidando el porvenir / me quejo sólo de vicio maneras de vivir. / No sé si estoy en lo cierto / lo cierto es que estoy aquí otros por menos se han muerto / maneras de vivir. / Descuélgate del estante / y si te quieres venir / tengo una plaza vacante / maneras de vivir. «¡Salud y buenos alimentos!»