Si hay un personaje mítico de nuestros tiempos, ese es el “Super-Emprendedor”. Vencedor de un sin fin de batallas, supo tener la brillantez de concebir una gran idea de negocio, el arrojo y la valentía para invertir en ella, la capacidad de trabajo y esfuerzo suficiente para gestarla en una incubadora de empresas, hasta llegar el momento de acelerar su crecimiento y convertir a aquella pequeña iniciativa en una prometedora start up. La capacidad de liderazgo hará el resto. Su reluciente sonrisa será presentada en los medios como un nuevo caso de éxito personal. Pero no solo. Seguro que también entrena varias horas al día para disputar la próxima ironman, mientras dedica la noche a verter consejos para otros futuros emprendedores en el blog desde el que alimenta su marca personal. Y todo eso sin contar las loas que recibirá por la función social que cumple, pues su triunfo no es sólo suyo, es garantía de empleo para el conjunto de la sociedad.
Este relato del hombre (sí, en masculino) forjado a sí mismo, que puede arrancarnos alguna sonrisa, pero también convertirse en promesa de futuro, oculta demasiadas cosas. Por supuesto, esconde su anti-héroe, ese alter ego del emprendedor que vive enfermo, acosado por el agotamiento y la depresión como únicas respuestas ante las altas dosis de exigencia, rendimiento y autoexplotación. Pero esconde también que los emprendedores no tienen en realidad capacidades mágicas para la creatividad, el trabajo y la valentía de asumir los riesgos que emprender conlleva. En realidad, la cosa es mucho más sencilla: proceden, en su inmensa mayoría, de nichos socioeconómicos con las suficientes seguridades como para asumir el tiempo sin cobrar que requiere el desarrollo de una iniciativa y las pérdidas que en caso de fracaso ésta pudiera acarrear. Esa diferencia de clase que el neoliberalismo se empeña en invisibilizar pero que la vida cotidiana de las periferias pone en primer plano día tras día. Por eso, no hay apenas emprendedores en los barrios. La gente en los barrios, y no ahora, sino desde siempre, no emprende. Se busca la vida.
Pero buscarse la vida, hacer tus business, o tener unos trapis llegado el caso, no son la versión pobre del emprendimiento. Detrás de las mil y una iniciativas de trabajo que surgen en los barrios hay mucho más que promesas de éxito y enriquecimiento individual. Primero, porque la inmensa mayoría de las personas que se buscan la vida en los barrios saben que eso no llegará o, si llega, será a costa de transitar determinados mundos en los que los riesgos son mucho mayores que ver apagarse a una start up. Segundo, porque su origen no es una receta de individualismo a la medida de cada quien. Parten de una situación mucho más colectiva (la pobreza generalizada entre determinados sectores de la población y la imposibilidad estructural de ganar un salario dentro del mercado de trabajo normalizado) que tiene más que ver con la subsistencia y la supervivencia que con los sueños de triunfo y las aspiraciones profesionales.
Y, sin embargo, buscarse la vida no es sólo sobrevivir. En muchas ocasiones se compone de deseos de autonomía y dinámicas de autogestión que pueden llegar a constituir una auténtica provocación al orden económico establecido. Ni, desde luego, buscarse la vida es la vía fácil del mercado informal que pintan muchos políticos, medios de comunicación y fuerzas policiales. Son prácticas arriesgadas, y en juego se pone mucho más que perder los ahorros en una idea de negocio fracasada.
Quizá por todo eso, a diferencia del emprendimiento, esta “emprendeduría por abajo” no se desapega de su trama colectiva, no es pura competencia, no puede creerse el relato del individualismo como única forma de progreso, sino que precisamente necesita de la capacidad de tejer vínculos duraderos y lealtades colectivas que se nutren del propio territorio, los barrios, en los que se brega la vida.
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